martes, 27 de mayo de 2008

No sabría definir con exactitud este fenómeno...




Hasta cierto punto, debo admitir que la "provincia" me gusta: su tranquilidad, su buena cocina, su ritmo de vida más lento y humano, la supuesta presencia de valores que se han perdido en las grandes urbes... todo eso produce placer, sí. El cuadro idílico del pueblo de casitas, de la pequeña carretera, de los campos (cuyo simpático hedor a fertilizante es "sano"), del calor de los hogares familares... es realmente bonito y aceptable.

Pero hay cosas de la provincia que me irritan y enfurecen. No me refiero ni a cuestiones de idioma ni a otras cuestiones. No estoy hablando de nacionalismo ni de identidades históricas. Cuando me quejo del carácter provinciano hago referencia a cierta mentalidad cerrada y anti-cosmopolita propia de las zonas poco pobladas de todo el mundo.

Es como una cerrazón localista de costumbres e ideas. La gente no cambia, sigue con sus tradiciones año tras año, ignora lo nuevo, desconfía de los forasteros, se complace de su ignorancia pueblerina, y administra mal y de forma corrupta los recursos que vienen de fuera. Su mundo se reduce a cuatro fiestas anuales, una feria agrícola, cotilleo en un pequeño bar, orgullo ciego cuando se habla de otras realidades... individualismo nocivo, beato y vulgar.

Por no hablar ya de las instituciones nacionales cuando éstas son transformadas por el provincianismo: negligencia, incompetencia imperante, mafioseo, hijos y parientes enchufados, concursos defectuosos, catedráticos amateurs, escasísima calidad de la administración y de la educación...

Las personas que intentan hacer algo nuevo... bueno, no lo consiguen. Se les "corta" amablemente las piernas, pues el hijo de Fulano y el hermano de Mengano vienen primero; porque ellos son del poble y tú no. No hay nada más tremendo que un provinciano que quiera hacerse pasar por urbanita.

"Hay que luchar contra el provincianismo" (F.F. Benedetti).

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