jueves, 12 de junio de 2008

Desahogo


La otra noche estuve viendo La bola de Cristal en el Canal 50 años de TVE. Me apetecía, sobre todo por revisar el mito, por comprobar si persistía algo de la fascinación con la que recordaba aquellos sábados por la mañana en que lo emitían. Descubrí que sí, sin dudas. No sé qué veía entonces en La bola de Cristal. La otro noche no vi sólo el entretenimiento sino también la inteligencia, la libertad, la ironía, el desenfado, la sugerencia, el talento, la educación en las sensaciones. En El Cuarto Hombre, Javier Gurruchaga hacía lírica cachonda para hablar de la soledad, y hablaba de la soledad de grandes genios, de la soledad de gentes sencillas, de música, de arte, de la soledad del creador, de grandes y pequeños solitarios, deliberados, accidentales... todo sobre un fondo de imágenes diversas, reales o surreales, científicas y sugestivas. Cerró con un vídeo de Panic, de los Smiths. Después salió otro de aquel grupo llamado Séptimo Sello, famosos por esa canción que decía: "Todos los paletos / fuera de Madrid". No pusieron esa, pusieron otra que se llamaba Mecamadrid, en la que venían a pedir la reconquista cristiana de la capital. He buscado la letra pero no la encuentro. Me hizo gracia ese pop gamberro. Por cualquiera de las líneas de una canción así de irrespetuosa con los hermanos del Islam, esos muchachos estarían ahora clavados en una diana, estigmatizados, prohibidos. O peor.
España se ha convertido en un país muy aburrido. Muy coñazo. Vigilado por lobbies de gilipollas atentos a exigir respeto por los derechos magullados de cada mínimo colectivo. Ya no se puede hablar de nada ni bromear con casi nada. La publicidad vive en estado de sitio. Puede que Occidente también, y alegremente. Deberíamos preguntarnos por qué series como Padre de familia o Little Britain han alcanzado tantísimo éxito allí donde se emiten. Incluida España. Deberíamos preguntarnos por qué triunfa el personaje de Torrente, ajeno a cualquier valor cinematográfico. Se ríen de todo lo que ya no está permitido reírse, y tal vez por eso queramos verlas y recuperar lo que ya no tenemos, el sacrilegio, la sátira, la retranca, la ironía. El puro humor. "En Inglaterra somos el país con mayor número de travestidos por metro cuadrado de toda Europa", dice la delirante voz en off de Little Britain. "De hecho, entre 1979 y 1990 nuestro Primer Ministro era un travestido y nadie se dio cuenta". Y sigue un sketch sobre los problemas capilares de Emily y Florence, las dos mariconas decimonónicas que se pasean por un pueblo de la costa sur, destino vacacional tan trasnochado como ellas. En otro, una viejecita se orina en el supermercado mientras mantiene una conversación insustancial con una amiga, feliz e ignorante víctima de la incontinencia de su vejiga. No hace falta hablar de Daffyd, "el único gay del pueblo" galés de mineros. En Padre de familia, el perro Brian tiene un profesor en la universidad que es como Stephen Hawking y se comunica a través de una máquina, como el genial físico. Su novia es exactamente igual. La serie los muestra a ambos en una escena de cama aberrante, tumbados de lado con sus sillas sobre las colchas, las cabezas torcidas sobre un hombro, sin expresión, las bocas abiertas, reduciendo el vigoroso acto de la fornicación a un tecleo agitado y a expresiones monocordes de voz metálica: "Oh, cariño, oh, oh...". "Estoy durísimo, mi amor". "Oh, cariño, así, así, empuja, sí...". "Sí, cariño, sí, oh, oh, he estado todo el día pensando en esto". Todo sin moverse. Sin tocarse. Una máquina transmite sus pensamientos y emociones. Casi me caigo del sillón. Qué forma de reírme.
O sea, que tal vez deberíamos dejarnos de homenajes bienpensantes a la Movida y pensar por qué nos hemos convertido en los estúpidos que somos ahora, 20 años después. Absurdos actores de un pensamiento único que nadie, salvo cuatro dogmáticos, se cree del todo. Por favor. Dos ejemplos bobos: no podemos tomarnos tan en serio y ponernos estupendos para hablar del botellón... en este país donde nueve de cada diez billetes de 10 y 20 euros están
infectados con cocaína, según han comprobado en el diario El Mundo. Hay colegios que ya no celebran la Navidad, y periodistas que critican las celebraciones navideñas porque imponen un modelo... antes de irse al Corte Inglés a comprar los regalos de Reyes para sus hijos. Yo no creo ni en el laicismo ni en la religión, pero creo en las dos cosas a la vez. Supongo que porque no confío en las respuestas que sirven para todas las preguntas. Pienso que hemos cedido valores fundamentales a cambio de un decálogo de correcciones que nos hacen previsibles y planos. Pero no mejores. Y que nos hemos vuelto condescendientes con la gilipollez organizada en asociaciones. A mí no me van a convertir en una persona de mayor estatura ética cuatro listillos moralizantes que le den vueltas a los conceptos y el lenguaje. Todo lo que sé me lo enseñaron mis padres, los Hermanos Maristas, los libros y el cine. Y todo lo envolví en música. Y así vivo.
En España, entre todos hemos generado una conveniente ficción estilizada de lo que somos, y nos dedicamos a proyectarla y vivirla como si fuera la realidad. Y nos felicitamos por tan magnífica creación. Luego, claro, nos reímos mucho con
Borat porque, fíjate, qué retrógrados y qué ignorantes y qué bobos y qué incultos son los yankees. Nosotros, sin embargo, somos tan maravillosos, tan adelantados, tan respetuosos, tan integradores, tan civilizados y zapateristas... La verdad, ignoro si somos una sociedad mejor o peor que aquélla que permitía a un grupo cantar Mecamadrid y a nosotros, reírnos con esos cuatro tipos disfrazados de moros bailando la danza del vientre en un centro comercial de la capital. Sé que todos gritábamos lo de los paletos con alegría y diversión, sin ir más allá, como si Madrid fuera nuestra ciudad o el símbolo de un anhelo compartido. Igual que ahora nos reímos con Little Britain o Padre de familia, porque nos permiten recuperar algo que se nos ha negado: la capacidad para relativizar las bromas, sin mellar el significado verdadero de las cosas. Eso componía entonces nuestra mejor defensa. Ahora nos hemos vuelto imbéciles.
Quiero intacto mi derecho a sentir que me gustaba más lo de antes. Acepto lo que hay, pero me gustaba más. Puedo admitir que no fuera mejor todo aquello, pero no admito que sea mejor esto de ahora. Y lo diré con un argumento que sirve para todos los tiempos: no lo admito porque no me pasa por los cojones.

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